Poemas de Luis Yuseff (Cuba) 5FIPAL

Luis Yuseff 


Holguín, Cuba, 1975. Poeta y editor. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saiz (AHS). Dirige la casa editorial Ediciones La Luz, fundada en 1997. Tiene publicados El traidor a las palomas, 2002; Vals de los cuerpos cortados, 2004, (Premio de la Ciudad, 2003) y Los silencios profundos, 2009, (Premio Adelaida del Mármol, 2008) todos por Ediciones Holguín; Yo me llamaba Antonio Broccardo, 2004, (Premio Alcorta 2003; Ediciones Almargen); Esquema de la impura rosa, 2004, (Premio América Bobia 2003; Eds. Vigía); Golpear las ventanas, 2004, (Pinos Nuevos 2003; Ed. Letras Cubanas); Salón de última espera, 2007, (Premio Calendario 2005; Casa Editora Abril); La rosa en su jaula, 2010, (Premio Oriente de Poesía José Manuel Poveda 2009; Ed. Oriente); Los frutos de Taormina, 2010, (Premio José Jacinto Milanés 2009, Eds. Matanzas); Aspersores, 2012 (Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2012, Ed. Letras Cubanas); Dolor de la resurrección, 2014 (Premio de Poesía de La Gaceta de Cuba 2009, Eds. Áncoras); Flores de hierro sobre el pecho de un hombre, 2015 (comp., Eds. Holguín) y Un jardín que escribía cartas de amor, 2015 (comp., Eds. Vigía). Aparece incluido en publicaciones periódicas y antologías de poesía realizadas en México, Argentina, Colombia, Honduras, Perú, El Salvador, Nicaragua, Estados Unidos, Canadá, España, Italia, Grecia y Nueva Zelandia. Es autor principal de las antologías Memoria de los otros (2008), El sol eterno. Jóvenes poetas holguineros (2009), La isla en versos. Cien poetas cubanos (2011 y 2013), Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos (2011) y Poderosos pianos amarillos. Poemas cubanos a Gastón Baquero (2013), todas publicadas por Ediciones La Luz. Reside en Holguín.




Negra leche del alba te bebemos al amanecer
(oración para pedir la rosa de nadie)

 Bebiendo a sorbos de muerte, la negra leche del alba, estaba yo contemplando las rosas que me han tocado en este mundo y por las que Dios viene a la tierra, sin el temor de perder el camino que lo llevará de vuelta a las estancias donde sabe estarse quieto.
Allí, a la intemperie, contemplé la rosa suicida de Yukio Mishima, la rosa de oro de Beijing, y la rosa radiactiva del país de los soles rasantes.
Junto a los márgenes evidentes de la sobrevida, estaba yo, pidiéndole una rosa verdadera a Santa Teresita de los Cementerios y le pedía, además, que me ayudara a creer siempre en el gran Amor que Dios me tiene, de modo que yo pudiera echar una mirada a mi alrededor con la paz de los vencidos y la fe de encontrar en las rosas que se me mostraban la flor perdida, la innombrada rosa del Poeta muerto.
Pero, en su lugar, se me mostraban todas las rosas del mundo: la rosa escrita de Amherst —la rosa de Emily Dickinson— y la rosa de arena, la rosa de Beirut.
Abrían también a mis pies, la rosa imperial austríaca; la rosa cruzada, la flor negra y la rosa del Ponto Euxino, que alabara Ovidio en su exilio. Otras, en cambio, se negaban a ser miradas, como la rosa hermética de la Cábala y la rosa mágica y secreta de los judíos.
Ya me marchaba a las horas brutales de la autocompasión, cuando una rosa, al centro de la noche umbría, se alzó como una estrella de sangre sobre los coágulos de la aurora.
Y allí estaba frente a mis ojos, resistiéndose al fuego sobre un montículo de cenizas, la rosa de nadie, que resultó ser nada menos que la rosa de Paul Celan.

II
Paul Celan aparta el coágulo de los labios, la rosa de las ruinas; sopla en la jarra donde bebe y su aliento acompaña la mordida al fruto de los mudos,  al corazón que mastican sus asesinos, en silencio.
Abre las páginas del diario.
Apunta: “Una sombra sobre las aguas del Sena es una imagen fácil de retener en el papel callado...”
Paul Celan proyecta a la masa líquida el cuerpo de un hombre.
Y ese hombre escribe cantos por doquier.
Cómo es posible escribir versos, Dios mío, no antes o después sino durante la concentración de las almas, cuando los días se pegan con un hilo gelatinoso al cráneo.
Por último, lee a Hölderlin: “A veces el genio cae en la oscuridad y se hunde en el oscuro pozo de su corazón”.

III
Su corazón se hunde.
El otoño comienza a dictarle monótonamente una frase: “Tiempo es de que sea tiempo”.
Y mira a la tierra con un dolor humano.
Es el tiempo en que deben florecer los almendros, las piedras dar fruto suave, conversar y luego escribir un poema, sin levantar sospechas.

IV
Cómo escribir un verso.
Me aparto el hambre con un golpe de ojos
en la garganta y concluyo:
 “Escribir un poema después de Auschwitz es bárbaro”
                                                         (Theodor Adorno).
Por eso no escribo, dejo gotear la negra leche de los labios negados a beber, sincronizo los relojes, decido por un tiempo que habrá de llegar como un golpe de agua o como el río que devuelve sobre los bancos de arena a sus difuntos.

V
Santa Teresita de los Cementerios, pido para nuestros muertos, la rosa que habrá de acompañarlos mientras duren los días de Paul Celan sobre la  tierra. 


Canción napolitana


Yo siempre quise tener un perro de aguas ladrándole a la soledad.
Y me fue dada una calle de mar anchísima
por la que parten cada año los amigos. El gris de su lejanía.
Cuerdas para atarme al pasado.

Los ojos verdes de Tania se parecen a Madrid. 
Ajena y entrañable. En La Gran Vía. O en el Canal de Panamá, sacando su voz del pecho. Reconociendo la libertad nuevecita. El grito contra el enemigo común, por vez primera, sin altavoces. Sin ser convocada por los oficios del deber obligatorio. En nombre de/ por/ para/ con/ sin. Sólo una emoción real cuando me escribía “Mercedes cantó Dale alegría a mi corazón... Le saqué una foto que conservo aún dentro de mi cámara, pensando en ustedes y en los deseos de que estuvieran allí”.

Isell, en Viena, continúa enojada conmigo. Y la comprendo.
Como fe de vida me dejó un fragmento transcrito de “Primavera con una esquina rota”.  Y una última visita el día antes de marcharse a Austria.
A hacer muelles. Los resortes –dice– de su felicidad.

Lourdes dibuja sobre el papel de rosas en Isla Negra. Imita soledades con las fibras alcalinas.
Junto a mis afectos ha dejado un piano de barro. Una caricatura atroz. Y el hueco en la altanoche por donde se escapaba tomada de la mano por la tristeza de turno.     

Mis amigos ya no se parecen a mis amigos. Han aprendido otras lenguas y beben agua embotellada. Tanto cambiamos de un lado y otro.
A veces deseo que nunca más regresen.
Creo que no me reconocerían.
También yo me he transformado.
Mi cuerpo se ha vuelto de agua. A diario me surca la estela.
Levanto señales de humo. Hago ondear el pañuelo en el aire como en una canción napolitana...     



Kodak Paper (I)


Hay días en que me prohíbo tener amigos.
Sin embargo, tengo amigos. Los he amado con el ardor de la pólvora mojada en la garganta. Y así lo digo. Con el delirio del que está viviendo sus últimos días. Y posee sólo algunos pájaros muertos que alimenta entre las manos.
Cosas sin sentido. Tal vez porque no tienen ya sentido las cosas. Y duele como si pegara el rostro al fuego de la lámpara donde ardía la mariposa de tus juegos nocturnos.
De tu llegada a deshora. Pidiendo un poco de conversación.
Palabras que sirvieron de consuelo para que el deseo no terminara entristeciéndonos.
Soledad del tercero. Que podías ser tú. O yo. Todo dependía de la habilidad con que desplazabas las sombras sobre la cama. 
Cosas que sólo entendemos los dos. Sabes cuánto oprimen. Hubiera querido celebrar juntos el año del conejo. Bebernos de un golpe las tristezas como en los tangos de Contursi.
Tenerte por sabio y hermoso. Recibirte con la noche rezumando en el cristal de la taza donde bebías el primer café de la mañana.
Tenías peces. Cerámicas. Graffitis en las paredes. Me imitabas. Uno termina pareciéndose a lo que ama (recuerdas). Cómo temblaba tu voz. El plomo de la traición cuajando. Y unas pocas palabras para justificar.
Palabras que terminaron por confundirnos. Tratando de escribir el nombre de las ciudades a las que soñabas (sueñas) partir algún día. Groningen. Hamburg. Poznan. Países de hielo.
Versos que serán de agua entre tus manos.
Altas cumbres. Y tú que pedías un poema para el amor que hace figuras de barro.
País de hielo. Miro la fotografía donde posas.
Llevas mi camisa negra.
Tratas de hurgar en la lujuria balcánica. La punta del deseo.
El labio que escupa sobre las sábanas tu esperma.
País de hielo, ya nada puedes hacer para acabar con los días en que me prohíbo tener amigos. 


Contra la noche terminante  del amor
                                                  
te quiero mucho
y hoy haría un casamiento bíblico contigo
con olores a jarras de leche
y vacas sangrantes
presidiendo la cena
para los que han olvidado toda piedad.
                                        Lina de Feria

Este es un poema de amor por ti. Sobre la casa. Sobre nosotros mismos que nos levantamos con la casa.
Los días van sucediéndose de a poco. Parece que el tiempo no pasara:
Se derrama como un cántaro de miel sobre los manteles y marca sus territorios. Sus fronteras bajo el sol. Sobre la mesa, país blanco y desolado. País donde todos se van con las manos vacías y unas ansias enormes por regresar. 
País donde algunos se han ido y los que permanecemos cruzamos los brazos sobre el poco pan que nos queda custodiados los mendrugos por dos retratos antiquísimos.
Son duros estos días de mayo. Estas tardes calcinantes y la madrugada volviendo sal el rocío.
Mi madre cuenta los huesos de la abuela. Durante un minuto de silencio cocina sus pulmones con el fuego nacional.
Dice que le ha vendido el alma al diablo. Le duele respirar el aire enrarecido. Este aire de muerte cerrándose como un cielo de piedras contra nosotros.
Sobre el país del que formamos parte por permanecer, acaso sin compromiso, y en el que también estás tú mirándome con un lirio entre las manos.
Sé que no eres bueno, al menos no bíblicamente bueno. Acosador de ángeles. Tienes que irte. Aún formas parte de la casa que dejas.
No quiero entender. Trato de justificarme recordando tu última mentira.
No tengo derecho. No debo sumar pena a los días que pasan sobre nosotros con el polvo. Con algunos animales indeseables que hacen ruidos en el techo de cinc por la madrugada. O cuando nos visitan los amigos. Que debemos acompañarnos. Abrazarte fuerte. Pegarte a mí. Y que te parezca el abrazo seguro cuando comienzas a sudar las fiebres. Y yo curo tus soledades. Y tú las mías. Sin que los más cercanos entiendan por qué nos perdonamos. Ni nosotros les hagamos más fácil el entendimiento.
Porque nos queremos  incestuosamente. En el jardín crece la yerba y no me ayudas, sino que trazas senderos únicos sobre la tierra con el barro cocido. Caminos hasta la puerta que da al río para cuando llueva no lleguen hasta mí las inundaciones. Los peces enterrados en el fango y los mosquitos.
A algunos les parecerá de mal gusto decir que lloras como un niño sin ruido esta noche. Con un llanto discreto. Hondo. Que me duele. Nunca antes igual. A no ser cuando se murió el conejo gris.
Porque estabas indefenso hoy por la mañana. Clamabas por mí y era yo quien se perdía. Era yo quien te decía adiós hundiéndome en las aguas del río viejo con las sombras jeroglíficas de las garzas sobre las piedras.
Era yo quien quería olvidar los derrumbes que a diario se nos vienen encima. Las antiguas ofensas. Esas culpas que se echan al fuego colectivo. Recoger capullos de mariposas en las cercas metálicas tras las espigas de macío. Por ti. Tratando de recordar el poema de la exaltación que tanto nos gustaba. Sobre la casa. Sobre nosotros mismos.
Un poema de Lina. Unos versos solamente contra la noche terminante del amor...



La lluvia anunciaba
                                                            
     Aireada y cristalina como tu belleza/ el agua/ cae/ y     
corre a lo largo de las calles/ de la ciudad donde  
 anduvimos juntos/ y donde todavía a menudo creo 
   verte/ como una sombra transcurrir bajo los portales.
                    Delfín Prats

Desde los portales la lluvia anunciaba la próxima estación
cuando finalmente aparecías. Este verano se ha vuelto primavera.
Dice un viejo mientras ve llover a cánticos
sobre los tejados de esta ciudad que no aguarda
en tanto transcurre el agua de los comienzos recién nacida
para nunca acabar. Haciendo grande mi silencio
la contemplación de la mujer que mira
la ruina de su peinado en las vidrieras
y la burla de los muchachos jugándose la vida en cada gesto.
Penetrando las magníficas figuras en el aire
se pasan los cigarrillos como libélulas
entre los poderosos brazos. Y un hombre confinado
a calentarse las manos en los bolsillos piensa:
Obra del demonio esas volutas de humo...

A lo lejos el reloj del campanario recuerda que no vendrás.     
Seguro sospechas de mí que me duele la lluvia en los huesos.
Que le he visto brillar sobre el asfalto y perderse en los drenajes
sin llegar a anunciar tus pasos en el agua
mientras existe la noche como existió otras veces
tu deseo hecho arena sobre la piel mojada
dominando en mínimas combinaciones las torres levantadas   
por tus manos que poco a poco terminaban
de un golpe convertidas en cáliz
donde las salvajes ménades sacian la sed
Dioniso navega en la embriaguez de los vinos
y la ingrávida luz se abre caminos en el aire.

Noche de los narcisos en que la lluvia fue nuestra mejor aliada.
La apetecida lluvia
colmando la extensión poderosa que te lleva
                 y te trae.

Ya dan más de las diez. No hay luna esta noche.
La lluvia continúa cayendo sobre el fuego.
Y el fuego lentamente se apaga bajo la lluvia.
No estás para hacer menos este aguacero infernal.
Este deseo de verte aparecer contra todo pronóstico
sin excusas con una luz de agua en los ojos
como si la lluvia no fuera nuestra más íntima enemiga.



Lentos van sucediéndose los días                                 
                                                        
 a Eddie


en las múltiples estancias donde dura tu ausencia
                                                   ya ha comenzado
a tomar cuerpo la desmemoria
                                   no en ti
sino en el salmo cotidiano
de tu sueño          sobre la mesa tendida
en la flor
                Jamás transcurre el día
              sin que existan las cosas
                    que te pertenecen
en las múltiples estancias donde dura tu ausencia
ya ha comenzado a madurar el otoño
las extrañas claridades convertidas en mieles
derramadas de los cántaros que te invocan
lento fluyen de mí       cuajan en mí        me cubren
                                             en mí
                       beben las mariposas
                las mínimas barcas de luz
                                           acodan
                                             en mí
sobreviven estas aguas
hasta que en la garganta comienza a doler el silencio
y el silencio me devora.



Carta al muchacho que no habla



Tu silencio   es el único silencio
que no me salva.
Cuando callas
quedo náufrago de tu voz. Y
tu voz
es una isla que no existe.



Estela de luz sobre los charcos

¿Es ángel?/ ¿O es una espada larga
 que se clava/ contra los cielos, mientras fuljo sangres/
 y acabo en luz, en titilante estrella?
                      Vicente Aleixandre

Estela de luz sobre los charcos.
Qué inconmensurable calma. Un dedo surcando las aguas de la noche.
Ese ángel está mirándote desde la otra orilla
Y conspira            pero no te dirá su nombre
                             (tú tampoco)    
                             Es un secreto maravilloso.
Bíblica evocación del ademán adverso. Las amatorias formas
sorprendidas a través de la ventana.     
(Las ventanas traicionan a los amantes).
Todavía el ángel es un rostro en la neblina. Se te acerca.
Toma por el tallo la luna. Y sonríes.                       
No puedes creerlo: Está lloviendo desde los altos sitios de la noche.
Su viril abandono te adentra al pórtico umbrío
celosamente resguardado por rejas que sin explicación ceden.
                   (Se abren las puertas del
                   cielo e inauguran
                  las primeras rutas del deseo).
El  ángel todavía no ha dicho su nombre. Y tú piensas que la rosa
con otro seguiría oliendo igual. Y se torna luna la luna
                        noche la noche
                        anónimo el cuerpo y la rosa itinerante.
                      La rosa
              que has de entregar    
                   no el miedo
          ni la repetida negativa
        sino la mano adentrándose
                   como lirio
al aire     al sol    a la luna dándote en la cara.
Pero el reflector de un auto los sorprende.
Clava puñales de luz en las espaldas.
Detrás de los cristales comienzan a despertarse los vecinos.
Una sombra cruza la sala vacía.
Desplaza miradas como moluscos sobre la forma alargándose
de tu vientre a la mano del ángel que no dice nada.
Nunca dijo nada (tú tampoco). Atravesado como lo tienes
en la garganta llegas a casa
Y temblando
             con una pequeña luz
             entre las manos
corres a guardar bajo la almohada
las estrellas que recogí en los charcos.



Amando viendo morir la tarde largamente

Amando viendo morir la tarde largamente
desgarrada por la zarza marginal
amparándonos humilde del sobresalto de los cuerpos
conspirando    más allá de nosotros mismos
sin obra perdurable      ni ansias de durar
sólo el reclamo para que nos dejaran en paz
que la eternidad era morir atravesados por la zarza
             ese el verso envidiable
amando viendo morir la tarde largamente
          o imaginando cómo se moría
cómo crecían sobre la piel las flores lilas del deseo
como si el deseo fuera la carta oculta
y el nuestro       el que jugamos       un juego obsceno 
cuando en realidad tu mano era la de un niño
y mi ofrecimiento no superaba tu inocencia
no iba más allá de estas ansias por transitar tus espacios
de saberte a mi lado con los ojos grandes de miedo
cuando te invitaba a que cruzaras solo el río
a que probaras de algún fruto desconocido
o escuchabas el canto oscuro de un pájaro
el reptil que a su paso abre en dos el yerbazal
como a un mar antiguo.
Y mientras bebíamos de las savias
declarábamos impostergable la urgencia de otro deseo
decidir       sí/ no
cuando el miedo te empujaba al
                 no            cuando en verdad
querías decidir
                               y terminabas diciendo
                
de ese modo tu rostro se volvía  humanamente más hermoso                              amparado por la zarza
lejos de estas tardes de febrero
en las que tu amor salta como un pez entre mis manos.



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